Amor al fútbol sin equipo

No apoyo a un equipo. No por indiferencia, sino porque he visto demasiado. En São Paulo, donde la afición se escribe en sudor y cánticos de madrugada, he seguido más de 1.200 partidos desde los veinte. Ningún club reclamó mi lealtad: ni Barcelona, ni Palmeiras, ni Corinthians—cada uno tiene su ritmo, su alma agitadora. No elegí un bando; el juego me eligió a mí. Cada pase tiene un pulso emocional: la vacilación del mediocentro antes de liberar el balón, la caída del defensa bajo presión. No son estadísticas: son sonetos escritos en botas y césped. Opta no lo capta; Soccermetrics no lo cuantifica. Lo veo en los momentos silenciosos: cuando un chico de Niterói mira su teléfono en sesiones de análisis matutino—no desplazándose por memes, sino leyendo el lenguaje corporal entre pases. Ahí sabes que no sigues la afición; la decifras. La verdadera élite no vive en camisetas o logotipos. Vive en el espacio entre las tacleadas: las decisiones de fracción de segundo que convierten la ansiedad en claridad. Es por eso que miramos sin poseer un equipo: porque el fútbol no es propiedad de los clubes—es propiedad de quienes sienten su silencio. No necesitas lealtad para entender la belleza. Solo necesitas estar lo suficientemente quieto para oírlo.